En mi infancia y juventud tuve la suerte de tener unos padres que me educaron y enseñaron, con sus actos y palabras, que en la vida hay que saber apreciar el valor y la utilidad de las cosas, no su precio.
¿Cuánto vale?, preguntaba yo. Y mi madre me decía, una cosa es lo que valga y otra lo que cueste; vamos, el precio que le pongan.
En épocas mejores o peores mis padres se ocuparon de que yo siempre tuviera ropa buena y buenos zapatos; yo no tenía unas «Adidas» o un «Ralph Lauren». Yo tenía ropa que aguantaba el ritmo de una niña que corría y se tiraba al suelo, ropa que no hacía pelotillas, zapatos que se sustituían no porque se rompieran sino porque ya no me cabían… Heredaba ropa de primos y conocidos, en las buenas y en las malas épocas. No era una cuestión de «pobreza», era una cuestión de sentido común y de utilizar ropa que aún estaba en perfecto estado. ¡Mis padres eran (y son) anti-obsolescencia programada!. Los calcetines con agujeros se zurcían, no se tiraban. Los juguetes se cuidaban para no destrozarlos, no se compraba porque sí. Así aprendes a valorarlo todo.
Tendría yo unos 12 años, y me empezaba a dar fuerte con las «marquitas»… Mis padres nos contaron entonces que toda esa ropa y bolsas de la marca Nike, tan chulas y a la moda, las fabricaban niños escalvos en Taiwan o China. Recuerdo cómo mi hermano y yo hacíamos nuestro boicot a dicha marca y buscábamos las Kelme, que mi hermano sabía que se fabricaban en España (¡sin tener internet!)
Nos sentíamos orgullosos de conocer esa información y hacer algo al respecto. Fueron mis padres los que nos inculcaron esos valores y yo me sentía feliz y orgullosa llevándolos a cabo.
En mi familia nunca jamás se tiraba la comida, ¡nada!, daba igual si era «época de chuletón y restaurante» o «época de patatas con pan». Era una cuestión de integridad, de valorar la comida y de valorar poder tener acceso a ella. Pero en los últimos años de Primaria, poco a poco, quise ir abandonando esos principios, sí, prefiriendo dejar algo en el plato y no parecer la muerta de hambre, la gorda que se lo come todo, etc. Cada cual tendrá su historia y sus recuerdos. Fuera de mi casa, esos son mis recuerdos en el colegio, así es como me hacían sentir los demás.
En Secundaria, me iba desentendiendo de esos valores y principios que tan arduamente me habían enseñado mis padres para convertirme paulatinamente en una pequeña consumista compulsiva sin conciencia (ni interés por tenerla), en una fan de las marcas, en una fan del qué dirán. ¿Y para qué?. Lo que quieres es encajar, parecerte a los «guays», no ser a la que señalan con el dedo por ser diferente, por vestir de marca blanca o llevar en Educación Física las zapatillas de deporte sin-logo (se reían de mí porque la cámara de aire de mis zapatillas era falsa). ¿Culpa suya, culpa mía?. ¿Culpa de la televisión, de las revistas, de los principios de la sociedad capitalista?.
En Bachillerato la cosa se calmó porque cambié de colegio y de ambiente. Aunque al principio pensé que me comerían viva, resultó que me di a conocer tal y como yo era, no me importaban tanto las apariencias y mis diferencias resultaban originales, no rarezas.
Eso sí, los primeros años de Universidad, cuando volví a cambiar de ambiente, mi actitud cambió de nuevo, volví a ser esa chica insegura, con una fuerte personalidad que prefería ocultar. Volví a preocuparme -demasiado- por la apariencia, por querer parecerme a los demás para gustarles y encajar. Pero tampoco lo forzaba, no sé, no lo recuerdo como una pose. Empecé a endeudarme con tarjetas de crédito para comprar, comprar. A preferir tener 10 cosas inútiles e innecesarias en vez de una buena y necesaria. Lo más triste es que aún con eso, mi adolescencia y juventud se teñía de una preocupante inseguridad y falta de autoestima y autoconcepto que calaba hondo ya de mayorcita.
Unos años después llegó un día en que me debí hartar. No puedo determinar el minuto y el lugar, el cambio de ambiente supongo que también influyó. Y Berlín 2009 fue el boom. Empecé a disfrutar más de mis rarezas, de rescatar mis valores y principios, de mostrarme tal cual y no esperar que la gente me aceptase por ello. Empecé a disfrutar de dar la nota, de vestir raro, de ser diferente, de comportarme a mi manera, de quererme a mí misma y apreciar mis capacidades, mejorar mi autoestima, la seguridad en mí misma. Y te das cuenta de que la gente, si es de la que te quiere, te quiere igual. Y como encima ahora te quieres a ti misma por ser sincera, atraes más gente y situaciones positivas. Ganancia x2.
Y hoy por hoy, todas esas tonterías que me daban vergüenza en el colegio, todo lo que me hacía sentirme inferior, cosas que mis padres me enseñaron y yo llegué a despreciar, es ahora lo que soy y lo que me enorgullece. Ahora es lo que me determina. Y es un lujo saber que no lo he inventado yo, que fueron ellos quienes me lo inculcaron.
¡¡Me encanta rebañar el plato en un restaurante, me encanta pedir lo que sobra para llevar, me encanta no sentir vergüenza!! Más vergüenza tendría que darle al que se deja comida en el plato y lo tira a la basura. ¡¡Me encanta sentirme orgullosa de no tener que aparentar, me encanta arreglar las cosas, zurcir los calcetines, reusar las cosas una y otra vez, utilizar los cartones y plásticos del supermercado para fabricar chorradas que antes hubiese comprado en el «todo a cien»!!
Me encanta que esa rebeldía y deseos de cambiar el mundo que no tuve a los 17 los tenga ahora, con 29. Me encanta que esa sea mi forma de vivir y de actuar.
Puede ser que en un momento de mi vida fuera lo contrario, y no me arrepiento de ello. Porque sin mis errores y falta de autoestima, sin mis cambios y madurez, sin todo eso no sería quien soy. No me importa que la gente sepa que fui así, casi lo prefiero. Pero la gente ha de entender que todos evolucionamos, ¿a mejor?, ¿a peor?, ¡a diferente!. Yo soy la misma pero me he hecho mayor a mi manera.
Y por todo eso y más aun te queremos!
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